Vivía en una residencia de estudiantes. La idea fue mía, no de mis padres. Creía que así conocería un montón de gente y haría un montón de amigos. Pero no fue así, en absoluto. La residencia era pequeña, sucia y fea. Encima estaba lejos de mi facultad.
Y la gente que vivía allí... Mis vecinos. En fin, qué decir de ellos. Parecía que estuvieran locos, todos y cada uno de ellos. A veces sentía que estaba viviendo en un sanatorio y me preguntaba cuál era mi papel allí.
Yo iba a clase por las tardes. Quería ir por las mañanas, pero me quedé sin plaza por no hacer la matrícula a tiempo. No había pasado ni una semana de clase y ya agradecía al cielo haber sido perezosa para hacer los papeles; la mayoría de la gente estudiaba por la mañana y en la residencia reinaba la calma, aquellos que no estaban en clase lo normal es que durmiesen.
Yo solía dormir entre las 4 y las 12 de la mañana. Antes de clase hacía mis tareas, estudiaba un poco, comía... Después de clase me duchaba y pasaba unas horas leyendo o charlando con amigos a través de internet. Nunca con gente de la residencia.
Un día vino un señor con bata blanca a mi habitación. Quería llevarme a no sé qué lugar para charlar. Algo sobre que no era normal beber tanta Coca-Cola y mucho menos guardar las latas apiladas contra la pared, recubriéndola.
-Hay que tirarlas –dijo.
-A mí déjeme en paz, los locos son ellos.
Noelia. 21 de Marzo de 2013.