Agonizábamos esa noche
en el colchón que nos masticaba
-mandíbula contra mandíbula,
diente contra diente-
intentado digerir nuestros cuerpos desnudos.
Nosotros habíamos sido invitados al festín
pese a ser –nosotros- el plato principal:
la pieza de carne, el vino para tragarlo
y el postre, a la postre.
Nos comíamos en la cama,
en esa bandeja en que nos servían
al voraz, al feroz,
al sádico colchón de nuestros deseos.
Nuestros cuerpos se diluían en el ácido
con que nos bañábamos, con que nos mordíamos,
rindiéndonos ante el grotesco espectáculo
de nuestros placeres hambrientos.
(Tratando de alimentar el pozo vacío de tus necesidades,
el pozo sin fin que nunca se llena)
Cierro los ojos y mi cuerpo tiembla ante la evidencia
del diluir de mis esenciales,
el fluir de los orígenes,
el llegar de los finales.
Salgo de tu calor,
corriendo,
y... me corro
en un latigazo,
un chispazo,
el chas silencioso
de la saliva que se me ausenta
–mi vacio seminal,
mi vacuo placer-
para bautizar la superficie de tu esencia.
Nos dejamos morir uno junto al otro
pensando
-sin pensar-
en el inútil valor de la semilla,
en el bautizo final,
en el vano discurrir de mi líquido placer de ausencia.